miércoles, 6 de julio de 2016

Antropología del consumo: “...Y sírvame en un vaso sucio.”


Durante los últimos 5 meses he vivido en Ecuador, un país con el que he sentido muy poca afinidad como para establecerme y espero olvidar pronto, pero que sin embargo, como antropólogo es imposible evitar observar pequeños detalles de la cotidianidad ecuatoriana y someterlos a análisis sociocultural; a final de cuentas, cuando tu objeto de estudio es la cultura, siempre estás inmerso y rodeado en el mismo.

En este caso, presento otro breve ejemplo de cómo la antropología es útil para comprender los modelos culturales que rigen los patrones de consumo, e identificar las oportunidades así como el porqué del fracaso de algunos negocios, lo cual es aún más enriquecedor cuando el insight se identifica por alguien totalmente ajeno, y por lo tanto objetivo, al fenómeno.

Hace tiempo tuve la oportunidad de hacer una breve consultoría en la región de Riobamba para una fundación que se había comprometido a realizar un levantamiento del patrimonio cultural de la región. Mis gastos alimenticios estaban cubiertos por el contratante de mis servicios, pero estaban restringidos a sus preferencias, por desgracia.

Este insight comienza cuando nos agarró el mediodía y era la hora de almorzar. Recorríamos una avenida por la cual había diversos locales de comida, de esos pequeños sitios de comida “casera” atendidos por sus propios dueños; estos eran diversos: grandes, pequeños, modernos, acogedores, viejos, limpios, sucios, etc. Recuerdo que cuando comenzamos a andar en la avenida, parecía haber una especie de degradación en el aspecto “visual” de los establecimientos, yendo desde el más limpio y nuevo hasta el más sucio y viejo.

Con hambre pero con ganas de evitar una amibiasis, acompaño al anfitrión ecuatoriano en el recorrido por la avenida. Pasamos el primer local, atendido por una señora que se veía aseada (el tipo de persona que en tu sano juicio preferirías que manipule tus alimentos), el local se veía limpio y arreglado, además estaba vacío; lo pasamos de largo.

Un segundo local, lo atendía otra señora, lucía como alguien que trabaja en la cocina, ataviada con su delantal y malla en la cabeza, el local, sin estar tan limpio como el anterior, no es de los peores que he visto o comido, ordenado, vacío… lo pasamos de largo.

El tercer local, lo atendía una señora, con algo de sobrepeso y en chanclas, estaba algo descuidado, las mesas eran compartidas como en los comedores universitarios, el suelo sucio con algunos restos de comida, la mitad lleno… lo pasamos de largo (agradeciendo al espíritu de Einstein).

El cuarto local, lo atendía otra señora y varios jóvenes, sin delantal, guantes o mallas, las paredes cuarteadas, mesones compartidos y con platos sucios dejados por los anteriores comensales, un perro que comía algunas sobras en la entrada, el local a reventar… ¡ALLÍ NOS DETUVIMOS!...

En mi sano juicio y por mi propia elección jamás hubiera comido en un local así; vengo de un país (Venezuela) y viví en otro (España) donde se comprende que el consumidor no solo paga el producto, sino que también la experiencia general (lo que se llama experiencia del consumidor) que se vive en el local. Un restaurante costoso justifica la inversión por el ambiente y el servicio, que contribuyen a la calidad general del consumo final. Es bien sabido que el entorno puede cambiar la percepción de un comensal con respecto a un plato; un ambiente sucio, descuidado, malos olores, rodeado de incomodidades puede alterar la percepción del placer a la hora de ingerir un alimento. El plato servido tiene que ir acompañado de un mínimo de elementos que permita el disfrute sensorial y vivencial del mismo.

Sin embargo en Ecuador (¡oh!, extraño y bizarro Ecuador) esto no es así. Luego de mi regreso de Riobamba, comencé a prestarle atención a este fenómeno cultural, “¿es que acaso mi anfitrión buscaba ahorrarse un dinero extra llevándome al peor antro que pudo?” pensaba; por lo que una vez en Quito, paseando por los comercios que quedan en una de las zonas turísticamente más atractivas, lo que vendría a ser la zona adyacente al Parque La Carolina y la trendy Plaza Foch, observé como los locales más modernos, originales y agradables estaban vacíos o con concurrencia de turistas extranjeros exclusivamente; mientras que los ecuatorianos se agolpaban en carritos callejeros, donde sirven “cevichochos” y en los que cada comensal se sirve de los ingredientes que guste, muchas veces metiendo el cucharon de uno en el otro, y mezclando sabores y olores que no estaban destinados de manera natural.

“Esto ya no puede ser coincidencia”, pensé. El patrón era claro: los locales más sucios, desagradables y menos apetitosos, estaban atestados de ecuatorianos, mientras que los más limpios, nuevos y sabrosos, solo tenían turistas extranjeros. Un día necesitaba cambiar un billete, y tenía cerca uno de estos locales en los que solo comería obligado (la lengua es el castigo del cuerpo, dicen los abuelos), y me sorprendió ver que el dueño era un alemán, y que tenía clientes ecuatorianos, pues otra característica de este target, es que son cerrados con los extranjeros. Mientras buscaba el cambio, tuvimos una breve conversación, en la que no pude evitar preguntarle, “¿Cómo es que tiene tantos clientes ecuatorianos?, conozco varios paisanos venezolanos que han emprendido con locales de comida y al cabo de un par de meses terminan cerrándolos”, a lo que él me responde con un fuerte acento alemán: “Yo lo sé, pero me di cuenta de que ellos asocian lo sucio y feo con lo barato. Antes tenía un local más grande, y tenía un chef, tuve pérdidas, abrí esté, solo sirvo lo que ellos comen, y lo mantengo así a propósito.”

Ese es el momento, donde se obtiene el insight; muchos locales de extranjeros que buscan mantener un estándar de calidad al que acostumbran en sus países fracasan, porque no entienden los drivers de consumo de los ecuatorianos. Incluso los restaurantes dirigidos a clase media/media-alta son equiparables a un chinguirito de los que se encuentran en Venezuela o España; y es intencional. El ecuatoriano busca comer barato por sobre comer sabroso, o poco le importa el entorno. El agobiamiento de comer tropezando los codos con el comensal de al lado, o teniendo enfrente a un perfecto desconocido que mastica con la boca abierta es sinónimo de economía, que está asociado al principal driver de los ecuatorianos. Esto tiene varias implicaciones etno-psiquiátricas e históricas de cómo era Ecuador antes, que influyen en cómo es el ecuatoriano hoy  (las cuales no voy a alborotar para evitar comentarios nacionalistas de posibles ecuatorianos que lean la entrada), todo esto combinado pinta una ruta de acción que un emprendedor debe considerar a la hora de abrir su local en dicho país, o que un empresario debe conocer a la hora de abrir un nuevo negocio. Los locales de comida rápida, que recientemente comienzan a ser tan criticados globalmente por poco saludables, son el equivalente de un restaurante elegante para la clase media-baja/media/media-alta ecuatoriana, mientras que los restaurantes convencionales (para el extranjero) quedan reservados para las clases altas.

Hay cierta cultura de la pobreza en estos drivers de consumo, puesto que los precios no varían mucho entre los locales vecinos; no lo hacían en los locales de esa avenida de Riobamba, es un efecto placebo o una ilusión de que será más económico si el local es menos vistoso. Etno-psiquiátricamente es un síntoma de un complejo cultural o de subestimación cultural, que condiciona a la población a imponerse un techo imaginario de lo que debe anhelar. Pero al mismo tiempo es un valioso insight desde la cultura ecuatoriana para tomar decisiones estratégicas, que parte de la observación etnográfica y que puede traducirse en categorías de análisis cualitativas verificables a nivel cuantitativo si se requiere.


Esto es antropología del consumo en acción.

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