Durante los últimos 5 meses he vivido en Ecuador, un país
con el que he sentido muy poca afinidad como para establecerme y espero olvidar
pronto, pero que sin embargo, como antropólogo es imposible evitar observar
pequeños detalles de la cotidianidad ecuatoriana y someterlos a análisis sociocultural;
a final de cuentas, cuando tu objeto de estudio es la cultura, siempre estás
inmerso y rodeado en el mismo.
En este caso, presento otro breve ejemplo de cómo la
antropología es útil para comprender los modelos culturales que rigen los
patrones de consumo, e identificar las oportunidades así como el porqué del
fracaso de algunos negocios, lo cual es aún más enriquecedor cuando el insight
se identifica por alguien totalmente ajeno, y por lo tanto objetivo, al fenómeno.
Hace tiempo tuve la oportunidad de hacer una breve consultoría
en la región de Riobamba para una fundación que se había comprometido a
realizar un levantamiento del patrimonio cultural de la región. Mis gastos
alimenticios estaban cubiertos por el contratante de mis servicios, pero
estaban restringidos a sus preferencias, por desgracia.
Este insight comienza cuando nos agarró el mediodía y era la
hora de almorzar. Recorríamos una avenida por la cual había diversos locales de
comida, de esos pequeños sitios de comida “casera” atendidos por sus propios
dueños; estos eran diversos: grandes, pequeños, modernos, acogedores, viejos,
limpios, sucios, etc. Recuerdo que cuando comenzamos a andar en la avenida, parecía
haber una especie de degradación en el aspecto “visual” de los
establecimientos, yendo desde el más limpio y nuevo hasta el más sucio y viejo.
Con hambre pero con ganas de evitar una amibiasis, acompaño
al anfitrión ecuatoriano en el recorrido por la avenida. Pasamos el primer
local, atendido por una señora que se veía aseada (el tipo de persona que en tu
sano juicio preferirías que manipule tus alimentos), el local se veía limpio y
arreglado, además estaba vacío; lo pasamos de largo.
Un segundo local, lo atendía otra señora, lucía como alguien
que trabaja en la cocina, ataviada con su delantal y malla en la cabeza, el
local, sin estar tan limpio como el anterior, no es de los peores que he visto
o comido, ordenado, vacío… lo pasamos de largo.
El tercer local, lo atendía una señora, con algo de
sobrepeso y en chanclas, estaba algo descuidado, las mesas eran compartidas
como en los comedores universitarios, el suelo sucio con algunos restos de
comida, la mitad lleno… lo pasamos de largo (agradeciendo al espíritu de Einstein).
El cuarto local, lo atendía otra señora y varios jóvenes,
sin delantal, guantes o mallas, las paredes cuarteadas, mesones compartidos y
con platos sucios dejados por los anteriores comensales, un perro que comía
algunas sobras en la entrada, el local a reventar… ¡ALLÍ NOS DETUVIMOS!...
En mi sano juicio y por mi propia elección jamás hubiera
comido en un local así; vengo de un país (Venezuela) y viví en otro (España)
donde se comprende que el consumidor no solo paga el producto, sino que también
la experiencia general (lo que se llama experiencia del consumidor) que se vive
en el local. Un restaurante costoso justifica la inversión por el ambiente y el
servicio, que contribuyen a la calidad general del consumo final. Es bien
sabido que el entorno puede cambiar la percepción de un comensal con respecto a
un plato; un ambiente sucio, descuidado, malos olores, rodeado de incomodidades
puede alterar la percepción del placer a la hora de ingerir un alimento. El plato
servido tiene que ir acompañado de un mínimo de elementos que permita el
disfrute sensorial y vivencial del mismo.
Sin embargo en Ecuador (¡oh!, extraño y bizarro Ecuador)
esto no es así. Luego de mi regreso de Riobamba, comencé a prestarle atención a
este fenómeno cultural, “¿es que acaso mi anfitrión buscaba ahorrarse un dinero
extra llevándome al peor antro que pudo?” pensaba; por lo que una vez en Quito,
paseando por los comercios que quedan en una de las zonas turísticamente más
atractivas, lo que vendría a ser la zona adyacente al Parque La Carolina y la
trendy Plaza Foch, observé como los locales más modernos, originales y
agradables estaban vacíos o con concurrencia de turistas extranjeros
exclusivamente; mientras que los ecuatorianos se agolpaban en carritos
callejeros, donde sirven “cevichochos” y en los que cada comensal se sirve de
los ingredientes que guste, muchas veces metiendo el cucharon de uno en el
otro, y mezclando sabores y olores que no estaban destinados de manera natural.
“Esto ya no puede ser coincidencia”, pensé. El patrón era
claro: los locales más sucios, desagradables y menos apetitosos, estaban
atestados de ecuatorianos, mientras que los más limpios, nuevos y sabrosos,
solo tenían turistas extranjeros. Un día necesitaba cambiar un billete, y tenía
cerca uno de estos locales en los que solo comería obligado (la lengua es el
castigo del cuerpo, dicen los abuelos), y me sorprendió ver que el dueño era un
alemán, y que tenía clientes ecuatorianos, pues otra característica de este
target, es que son cerrados con los extranjeros. Mientras buscaba el cambio,
tuvimos una breve conversación, en la que no pude evitar preguntarle, “¿Cómo es
que tiene tantos clientes ecuatorianos?, conozco varios paisanos venezolanos
que han emprendido con locales de comida y al cabo de un par de meses terminan cerrándolos”,
a lo que él me responde con un fuerte acento alemán: “Yo lo sé, pero me di
cuenta de que ellos asocian lo sucio y feo con lo barato. Antes tenía un local
más grande, y tenía un chef, tuve pérdidas, abrí esté, solo sirvo lo que ellos
comen, y lo mantengo así a propósito.”
Ese es el momento, donde se obtiene el insight; muchos
locales de extranjeros que buscan mantener un estándar de calidad al que
acostumbran en sus países fracasan, porque no entienden los drivers de consumo
de los ecuatorianos. Incluso los restaurantes dirigidos a clase
media/media-alta son equiparables a un chinguirito de los que se encuentran en
Venezuela o España; y es intencional. El ecuatoriano busca comer barato por
sobre comer sabroso, o poco le importa el entorno. El agobiamiento de comer
tropezando los codos con el comensal de al lado, o teniendo enfrente a un
perfecto desconocido que mastica con la boca abierta es sinónimo de economía,
que está asociado al principal driver de los ecuatorianos. Esto tiene varias
implicaciones etno-psiquiátricas e históricas de cómo era Ecuador antes, que
influyen en cómo es el ecuatoriano hoy (las
cuales no voy a alborotar para evitar comentarios nacionalistas de posibles ecuatorianos
que lean la entrada), todo esto combinado pinta una ruta de acción que un
emprendedor debe considerar a la hora de abrir su local en dicho país, o que un
empresario debe conocer a la hora de abrir un nuevo negocio. Los locales de
comida rápida, que recientemente comienzan a ser tan criticados globalmente por
poco saludables, son el equivalente de un restaurante elegante para la clase media-baja/media/media-alta
ecuatoriana, mientras que los restaurantes convencionales (para el extranjero)
quedan reservados para las clases altas.
Hay cierta cultura de la pobreza en estos drivers de
consumo, puesto que los precios no varían mucho entre los locales vecinos; no
lo hacían en los locales de esa avenida de Riobamba, es un efecto placebo o una
ilusión de que será más económico si el local es menos vistoso. Etno-psiquiátricamente
es un síntoma de un complejo cultural o de subestimación cultural, que
condiciona a la población a imponerse un techo imaginario de lo que debe
anhelar. Pero al mismo tiempo es un valioso insight desde la cultura
ecuatoriana para tomar decisiones estratégicas, que parte de la observación
etnográfica y que puede traducirse en categorías de análisis cualitativas
verificables a nivel cuantitativo si se requiere.
Esto es antropología del consumo en acción.
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